Trabajar en el campo

«La mies es mucha y los operarios pocos». (Mt. 11, 37)

 ¿Es que no captamos el sentido real de este mensaje? Una simiente no da fruto si antes de sembrarla no hay un proceso de roturación, regadío y desvelo por eliminar los parásitos que puedan destruirla. Si por irresponsabilidad no cuidamos de nuestra parcela, ¿con qué medios contaremos para hacer un vergel de la vida seca y árida de la de los demás?

Podemos y debemos destruir el muro que nos separa de los otros, en cuanto a la vida de gracia se refiere. Cuando al hombre le falta este complemento, se entrega a sí mismo, buscando el bien en la inteligencia y culto a la personalidad, considerándose capaz de crear su propia felicidad.

Como eso no es posible, lo adelantado en su conducta acaba por sumirle en un mar de confusión, encontrándose como frágil barquichuela en medio de un océano embravecido y con el peligro de hundirse en un mar sin orillas.

Entonces siente miedo, un miedo que pone frío en su corazón, convirtiendo en muerte los sueños hermosos de su niñez y llorando lo más limpio de su vida sacrificada en la lucha por una supervivencia torpe.

La humanidad somos una familia, una dinastía en que sus miembros lo invaden todo: la cátedra, la ciencia, el arte, todas y cada una de las actividades humanas, las cuales requieren esfuerzos y a las que damos vida con nuestra inteligencia o dedicación. No sólo son medios para nuestra subsistencia, o expansión de nuestras facultades superiores, sino que el trabajo, cualquiera que éste sea, y dentro de la jerarquía de valores que integran nuestra existencia, ocupa un lugar preferente en cuanto que es la fuente de riqueza intelectual y material que Dios puso al servicio del hombre para que con él le demos más gloria.

¡Qué pena da, católico, cuando vas a Él con la rutina diaria de «siempre lo mismo»!

¿En qué parte de tu día crees que está la ocasión para que los que no creen en Dios puedan ver un destello del mismo a través de ti? ¿En tus débiles y poco convincentes razones cuando sale a relucir este tema, casi nunca promovido por ti? ¿En que eres un buen hijo, padre o esposo? No, pues también lo son ellos. ¿En que vas a Misa? Estás listo.

Eso nada vale como testimonio, periodista, si no tienes honradez profesional. Si el sensacionalismo o la cobardía te impiden poner de manifiesto ante la opinión pública aquello que en conciencia crees que es verdad y debe de ser difundido. De nada te sirve a ti, catedrático, si con tu apatía e indiferencia dejas paso libre a aquellos que, colegas tuyos, se sirven de la Universidad para inocular en las mentes jóvenes e inquietas de los alumnos ideas o conceptos que atentan contra su formación moral-religiosa, deformando sus principios. Y así, en todas las profesiones.

Gran responsabilidad tenemos los que tratamos de acomodar nuestra vida a las enseñanzas de Cristo; pero más aún la tendremos si nuestra pasividad perpetúa este deseo en embrión, haciendo de nuestra alma un lago subterráneo sin vida, sin aire ni luz que lo alegre. Entonces nuestro existir será una confesión pública (cara a los demás) del fracaso de Cristo. ¿De qué nos servirá entonces la sencillez, si no somos generosos; nuestra erudición, si somos pedantes y espiritualmente obtusos; y nuestro conocimiento, si nos lleva a un inquietorrismo trasnochado que atenta contra la unidad de la verdadera doctrina e induce a confusionismo y al error?

Si reducimos nuestra piedad a límites tan bajos respecto a su incalculable capacidad, impedimos la entrada a un inconmensurable número de seres buenos, generosos, que al no verificarse el verdadero encuentro con Cristo, se hacen esclavos de aquello que creen ha de colmar sus apetencias naturales. El hombre está compuesto de alma y cuerpo, y deja de existir como tal cuando una de las dos partes es negada o anulada por la otra. Son dos vidas propias e independientes, pero que, a la vez, están sujetas a un destino común fuera del tiempo.

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