Esperanza

El presente de todos, criaturas, normalmente equilibradas, está rebosante de incertidumbre, de anhelos y aspiraciones cuya afirmación o negación está encuadrada en el futuro, y, cuando éste llega con el sí o el no a su apetecer, de nuevo se ve inmersa en el hoy, ahora, con los mismos -o parecidos- interrogantes, y asi, en este ir y volver, hasta que el ser en el tiempo deje de existir para pasar a la eternidad.

Sin la esperanza, como signo pasajero ¡pobre corazón humano!, ya que será abocado irremisiblemente a la desesperación.

Sin la esperanza el corazón se convierte en un robot carente de ilusión  y  afán de superación.

Sin esperanza los latidos del corazón estarán tan faltos de afección como los sonidos metálicos de un reloj de pared, ya que la ilusión hace de la espera un comenzar y recomenzar que nos impide caer en la inercia, en la paralización temporal de la fuerza creadora que toda criatura lle­va consigo

La esperanza son los glóbulos rojos de nuestra voluntad, sin los cua­les el ancestral temor de la razón hacía lo desconocido impedirá que disfrutemos de lo óptimo que nos ofrece el existir.

La esperanza es la raíz estimulante que impulsa al hombre a la conquista de los más altos ideales, en contrapartida a la desesperanza, que es imagen de la barbarie, la incultura, el retraso.

La esperanza da fuerza a nuestra debilidad, constancia al investigador, inspiración al artista, mitiga el dolor, llena de gozo a la futura madre y hace soñar a los niños. Es el duendecillo, travieso y juguetón, que con su sabiduría y amor hace más atractivo nuestro. caminar...

Por justicia hemos de mencionar otra esperanza, la teologal, ya que ambas se complementan siendo esta segunda -¿me atreveré a decirlo?- el toque final a la realización del individuo como portador de valores humanos y eternos. Si es excluida del sentir del hombre ¡pobre entendimiento y voluntad, enfrentados a la desalentadora perspectiva de un efímero existir!

Mientras escribo, dos fotografías están al alcance de mi vista: la de una anciana y la de un niño en traje de primera Comunión. Siento en mí la dolorosa impresión de sus miradas, adivinando en ellas una súplica, la certeza de que no están muertos y de que, con más intensidad que en mi recuerdo, viven en la eternidad. Llora mi corazón. Esos ojos de esta madre que tanto sufrió,  y ese mirar del niño que compartió conmigo hambre y desnudez, me piden que rece, como la única manera de conseguir que un día no lejano nos volvamos a reunir en el único lugar donde no hay odio, desesperación ni endiosamiento vano...

Pobre corazón, si en este páramo, lo convertimos en un cementerio, sin la esperanza de un reencuentro feliz con los seres queridos. Si con la muerte física la criatura pasa a ser una imagen, privilegio sólo del ayer. ¿Qué aliciente, entonces, nos ofrecerá la vida?  En lo material, suspirando placeres; en lo intelectual, una estela fugaz y sin huella. Copa  vacía será nuestro movimiento, de la que en vano intentaremos beber lo que no tiene perpetuidad...

Cuando deposites flores en la tumba donde reposan seres amados, no te olvides de separar una con la imaginación -no importa que sea roja a azul-, y ponerla, acompañada de un recuerdo, en aquella otra anónima ¡ay, tan olvidada!  en la que fueron o están depositados los restos mortales de otra persona que ayer, cono tú y yo hoy, sufrió, amó y esperó...

Firmado:
CARLOS MARTÍNEZ

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