Carta a un amigo II

A los 16 años era posiblemente más ignorante que la inmensa mayoría de los jóvenes de esa edad. No trato de contarte mi vida, pero sí un corto episodio de la misma. Tenía aquellos años cuando nuestra querida Patria se vio sacudida por el fuego y la ceniza, estando durante este tiempo en una inactividad forzosa -la cárcel y la Legión- que sumió mi espíritu en un caos de confusiones. No llegué a odiar, pero sí a juzgar a Cristo a través de muchos cristianos. Hice mal, pero a mi formación no se le podía pedir ni más ni menos, pues el ambiente en el que me desarrollé -no me refiero al familiar-, junto al choque tan brutal experimentado a tan corta edad, hicieron de mí una máquina movida por la aflicción, sin deseo de traspasar la barrera del silencio y de la soledad.

Pasó esta tempestad y creo que sólo tenía capacidad para sentir pues, habiendo perdido la fe en los hombres, un miedo indefinido se iba apoderando de mí. No era temor a consecuencias humanas, pues esto ya estaba superado en cuanto llegué al convencimiento de que la vida era algo negativo. Sí recuerdo que algunas veces, cuando la tristeza hacía llorar con desesperanza mi corazón, elevaba los ojos al cielo en súplica muda y, aunque no venia la alegría a mi ser, sí se inundaba mi alma de paz.

El tiempo fue pasando y, con él, el aumento del frío en mi ánimo, convirtiendo en lápida los ideales de mi adolescencia y sumergiendo mi presente en un vacío sin principio ni fin. Recuerdo que los niños me asustaban, viendo en ellos instrumentos del mal en embrión, pareciéndome sus juegos y risas una nota sin color que sería la que regiría sus vidas desde el momento en que entrasen en posesión de su personalidad...

También pasó esta borrasca, pero me sentía a la deriva. Esta vez en un mar sin olas. Sin amigos y sin Dios, me encerré en mi mismo, alimentándome de mi propio aislamiento. Tenía necesidad de amar, pero no sabía cómo. En la amistad no creía y cuando, por una u otra circunstancia, oía hablar de Dios a viejos y jóvenes que yo conocía, se me revolvía el estómago, precisamente porque los conocía a la mayoría y sabía que nada conmovería la placidez de sus existencias.

Por esas fechas empecé a escribir el diario de mi vida. No llegué a terminarlo, pues algo se interpuso en mi camino hacia la evasión que tan atrayente se muestra para los que, ya convencidos, se creen sin misión que cumplir en la vida.

Quizá nunca te hablé de esto, amigo, y si lo hago ahora es, por una lado, porque has significado mucho, como instrumento, para mi vida y, por otro, para que comprendas ahora lo que yo no supe ver de joven. Yo fui llamado a última hora y siempre tuve una especie de envidia noble hacia aquellos que, como tú, erais los primeros.

Te digo que siento una tristeza grande por lo que representaste siempre para mí. Hay muchos, muchos, que sin malicia ni pecado por su parte, desconocen nuestra doctrina: al Dios que llena de alegría nuestra juventud. Son aquellos que no son hijos de Dios por el Bautismo, pero que son llamados a serlo, si nuestra fe con obras colma la misericordia de Dios.

Da vértigo, amigo mío, pensar en nuestra falta de filiación que ata las manos de Dios para obrar en nosotros como El quisiera. Los que no creen son mucho más numerosos que los que creemos, y la corredención la tenemos que realizar con lo ordinario de nuestra vida ya que, de lo contrario seríamos aplastados.

Nuestra vida limpia no responde totalmente al anhelo de Cristo. Tiene que ser limpia y heroica pues, de lo contrario, no ganaremos en la lucha cotidiana. Se está extendiendo el reino de las tinieblas y esto no es posible sin que disminuya el de la luz, y ¿no piensas en que puedes caer en la red de esa locura diabólica?. No hace falta que mires muy lejos para ver esa realidad que no será triste si sirve para que tú luches: hábitos colgados, seglares que pierden la fe y un confusionismo que empieza a mirar hacia el Vaticano con ojos de fiebre...

Te pido, amigo, que salgas de esa apatía que hace de tu vida un cementerio. Es mucho lo que debemos a Dios y no es buena forma, ni leal, que se lo paguemos con un testimonio muerto aunque vaya acompañado de una conducta humanamente buena. El reconocimiento de nuestra deuda tiene que ir a la par con el deseo de identificarnos con su voluntad y no veo, para esta identificación, otro camino que el de la oración y mortificación, ya que el Señor no reconoce otra forma de pago al habernos elevado a la filiación divina.

No apuntes, mi querido amigo, evasivas y justificaciones en tu mente, sí así lo haces tendrás que rendirte a la evidencia de que empezar de nuevo y con la sencillez de un niño, no es de pusilánimes sino de hombres que se detienen a tiempo y valientemente en el descamino.

Empieza ahora, amigo. No mires para atrás. Desde este momento, que tu pasado no sea otra cosa que una tumba en la que repose en paz todo lo bueno y malo que viviste. Pide una nueva conversión, para que por culpa tuya nadie pueda decir:

«Soy un hombre que la suerte
 hirió con zarpa de fiera:
Soy el novio de la muerte
que va a unirse en lazo fuerte
con tal leal compañera » (1)

Como tú hay muchos hombres en el mundo, hijos de Dios, y a todos me dirijo, no sin antes despedirme de tí...

(1) Estribillo del Himno de la legión.

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