A un amigo ciego

A un ciego de nacimiento, por mucho que se le defina lo que es la luz, el color y el mundo de las imágenes, tropezará con el impedimento de poder comprobar lo que esto y más significa para los videntes.

Esta triste condición  -para él no es tal, pues el gran infortunio de ser ciego,  los que no lo son, sólo por comparación pueden llegar a tal conclusión- es protegida, ley de compensación, por un Orden Maravilloso que le preserva de motivaciones por las cuales muchos de los que ven son realmente desdichados.

El elemento en que se desenvuelve no es menos real que el del que ve, siendo, en cambio, raramente zarandeado por las limitaciones propias de su estado, ya que del "otro" sólo llegan a su percepción experiencias intelectuales que en nada, o en muy poco, turban el medio ambiente en el que se desenvuelve su vida.

Es indudable que la carencia absoluta de un bien deseado, en este caso la vista, le intranquiliza en ocasiones, consiguiendo que la inconformidad y el desaliento hagan fertilizar, sin peligro de desarrollo, la semilla de la desesperanza en su corazón. Pero esto pasa con la mayor o menor rapidez con que pasan las contrariedades grandes o chicas que de una manera u otra afectan a toda criatura humana.

El invidente no es un ente aparte. Ni los motivos por los cuales se ríe o llora, son, distintos de los que hacen  reir o llorar a  los que ven. En lo fundamental son iguales, ya que ambos parten de un principio Creador, y con vista o sin ella tendrán que dar cuenta de la vida que a cada uno le fue adjudicad.

Cierto es que su estado le inhabilita para ejercer con plenitud algunas funciones sociales, culturales o artísticas, pero no envidia al que ve ni la falta de este medio le incompleta como hombre, como padre, como ciudadano responsable, ni como receptor o transmisor de valores temporales o eternos...

Ante la alternativa de un día poder ver sin limitaciones, su exaltación no tendrá límites; caso este improbable y, por lo tanto, difícilmente parejo a sus habituales sensaciones. Y con la misma fijeza con que el niño desea algo, que a las primeras de cambio e intuitivamente, sabe que le será denegado, centra su atención en otras cosas más acordes con la realidad en que está inmerso y que son las que le proporcionan la alegría en el corazón y la paz en el alma, bien este infinitamente superior a todos los logros humanos.

El que pierde la vista por accidente se resistirá mucho a aceptar como real su actual situación. Al principio de tu ceguera sufrirás mucho, mi querido amigo.

Tu imaginación, en demente recorrido, herirá cruelmente a tu voluntad, a tu entendimiento, a tu razón. Serás brutalmente zarandeado por las vivencias que, muertas a tu presente, se harán con tu memoria para llenar de desesperanza tu futuro, en recuerdo perenne de un bien perdido...

Sufrirás mucho, mi buen amigo. Pasarás por momentos en que desearás con toda tu alma que la esperanza, en la desesperanza, te sumerja en el olvido, en el no ser...

Te parecerá que una noche sin fin será la perspectiva que, con los brazos abiertos, recibirá al resto de tus sentidos, arrastrando consigo las apetencias, ahora tan necesarias para tu espíritu, como el agua para el cuerpo del perdido en el desierto...

Pero todo pasa, ya que el dolor y el gozo sólo se perpetúan en el más Allá, donde el Orden Maravilloso vela, y hará -mas bien pronto que tarde- que una sonrisa aflore en tu alma, coma principio de un radiante amanecer y fin del ocaso que con su tristeza te envolvía...

Firmado:
Carlos Martínez

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