Imagen de Dios

Cuando el hombre se busca a sí mismo a través del esfuerzo y sin otro objetivo que el puramente humano, como bien supremo, se aleja del orden sobrenatural; en cuanto fin, solo hay uno, siendo sólo medios todo lo que sale de su aliento creador encaminado a dar satisfacción al origen primordial de la vida. El desconocimiento de este principio, o la reacción contra el mismo, inicia una pendiente que conduce a la insatisfacción de un ideal no conseguido, encontrándose, al final, con el espectro de una existencia malograda. Entonces viene la tristeza de haber equivocado el camino del bien deseado. Siente miedo porque convirtió su vida en una línea vertical que destroza todo lo que dificulta su paso: ideas ajenas o sentimientos propios que más de una vez trataron de despertar en su corazón ese amor seguro y definitivo que tiene su raíz en la sencillez cara a Dios.

No hay hombres malos siempre y cuando el fin que persiguen sea justificado por medios honestos. Todos tienen o debemos de tener, una idea de lo mejor para el bien común, y no es faltar al orden o a la justicia el que esta manifestación libre de nuestra condición de seres racionales trascienda la frontera de nuestra conciencia con respeto, valorando el sentir y pensar de los demás. Entonces, la hombría de bien se impondrá, desapareciendo de nuestras mentes el odio y pasiones malsanas, estando cerca el momento en que la Verdad, lo mismo que la estrella marcó y se detuvo en su camino a Oriente, se hará visible a todos como tributo irresistible al amor en su triunfo sobre la razón y sus fríos consejeros...

El individuo, desde el principio del tiempo, siempre adoró a uno o varios dioses, siendo invadido por un temor ancestral cuando su primitivismo se enfrentaba a lo desconocido.

El tiempo desarrolla las cosechas, hace añejo al vino y al niño hombre. Hoy el Dios de muchos no es el infantil del fuego, el plasmo de la naturaleza, el culto de la personalidad o la pureza de la razón. A esas etapas de la búsqueda de Dios por el hombre les sucede la actual: Dios humanidad. ¿Y después? Cuando ésta en lo material haya alcanzado su plenitud, ¿a quién recurrirá el hombre?, ya no encontrará otro Dios más viejo, impersonal y sabio; y lo que hasta entonces ignoró, que nuestra morada definitiva no es la tierra, se presentará de improviso en sus vidas, empujándoles al suicidio o a la penitencia.

Los cristianos tenemos la virtud de la esperanza en el más allá, siendo esto lo que nos sitúa en un plano diferente respecto a los que carecen de ella, aunque la fe y la caridad de algunos deja mucho que desear. Es necesario robustecer nuestras relaciones con Dios para contrarrestar el afeminamiento de nuestra conducta, que nos hace susceptibles, suspicaces y frívolos; haciendo de nuestra convivencia con nuestros semejantes una continua queja por cosas que pasan, cuando son precisamente esas cosas por las cuales hemos de ser justificados. Con nuestra vida tenemos que sacarles de su equívoco, sin menospreciar lo que ellos creen lo mejor. Si en lugar de esto, tratamos de imponerles la verdad, flotando en una música sin letras, sólo conseguiremos que llegue a ellos una caricatura grotesca y sin rostro de lo que es nuestro Dios.

Somos los continuadores de una revolución espiritual y lo triste es que están nuestras vidas en la rutina, por desconocimiento criminal del verdadero mensaje de su Promotor. Cristo vive y vivirá para contradicción. ¿Y crees tú que las consecuencias de esta idea será sólo para los que no creen en Él? No, ten por seguro que la befa que por motivos diferentes hacemos de su divinidad, no ríe nuestra comodidad, egoísmo o pasividad. Es preciso que nos empapemos de que Dios no es un número, un objeto o un signo abstracto, sino una realidad tan actual como nuestro respirar; como lo que vemos, sentimos o tocamos, que sin interrupción llena nuestro momento, nuestro día, nuestra existencia.

Mi camino se cruzó y se cruza con el de muchos obreros jóvenes, inteligentes y burdos, pero equilibrados y con virtudes humanas que odian el nombre de Jesús. ¿Sabes por qué? Porque conocen a muchos católicos oficiales que, como los antiguos fariseos, se adornan con virtudes que a la hora de la verdad atentan contra la caridad, justicia y otros valores no menos importantes, convirtiendo en burla sangrienta esta contradicción de lo que representan en relación con su conducta.

En mi trato con mineros, sencillos y generosos, cuando por primera vez, en razón a la amistad que me une a ellos, les hablaba de Dios, se endurecían sus miradas, apareciendo en sus ojos una expresión de rabia y asco. Esto me asustaba, no por la materialidad de su amenaza, sino porque tan lejos los veía de Dios, estando tan cerca nuestra muerte. Les hablaba al corazón, siendo correspondido de la misma manera. Cuántas veces me tienen dicho en la intimidad de sus hogares, o en el menos íntimo ambiente de las tabernas, que ese Dios bondadoso y justo se lo enseñáramos a los curas y a los ricos, que lo necesitaban más que ellos... Y lo más triste es que lo decían sin sarcasmo y resquemor, a través de una conversación amistosa y serena, que rubricaba el convencimiento de tal aserto. Yo veía sus vidas quemadas por un trabajo intenso y devastador. Conocía sus mentes infantiles y el reducido círculo de sus relaciones sociales; esto me daba y me da una pena inmensa. Les comprendía y estoy seguro de que no tenía que hacer ningún esfuerzo para ser comprendido por ellos, pues la misma vida dejó en nuestras almas y cuerpos idénticas heridas de miseria física y espiritual.

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