Carta a un amigo I

Querido amigo:

Quiero expresarte mi agradecimiento por el interés que, hace tanto tiempo, mostraste hacia mí hablándome de una moral que yo no comprendía y que estaba tan alejada de mis sentimientos. Cuando años después, por una serie de circunstancias que más adelante te relataré, me vi inmerso en aquello que con tanto interés tratabas para que penetrase en mi alma a través de la indiferencia de mis sentidos, ¡cómo comprendí y valoré tu esfuerzo!, fruto del amor a Dios que tenias, el cual te impulsaba al apostolado como una necesidad imperiosa, algo sin lo cual la vida carecería de importancia por muy extraordinaria y rica en sensaciones que fuese.

Después de muchos años volvimos a encontrarnos; tú ya eras juez y yo seguía siendo pescadero, hablamos de muchas cosas, recordando nuestra juventud y las conversacio­nes que entonces teníamos (tu especial interés radicaba en hacerme comprender y vivir conforme a tus convicciones religiosas). No te voy a pedir perdón ahora, mi buen amigo, porque no te lo pedí entonces, que tan duramente te hablé ante lo cambiado que te encontré.

Eras y eres un hombre bueno, pero a tu Dios, a nuestro Dios, le habías encerrado en un hermoso palacio, tan reducido, que apenas había sitio para ti, y me preguntaba perplejo: ¿dónde quedó el ímpetu de tu juventud?... y el pescadero comenzó a hablar al magistrado de que Su presencia (de Dios), reclamaba un lugar en tu trabajo, en las tertulias que frecuentabas, en el ambiente social en el que te desenvolvías, en todos y cada uno de los momentos de tu día. Te comparé con el niño que juega feliz y sueña con sus juguetes y que ya en edad adulta, solo de vez en cuando piensa en ellos pero no con el corazón, la cabeza o la inteligencia, sino con la imaginación.

¿Qué hiciste con el Dios de tu mocedad? ¿Es como una línea paralela a tu vida, que le diriges la palabra, que la ves, pero que está al margen de tu existencia?

Recordarás que, siendo jóvenes, muchas veces me hablaste de Dios, y yo no comprendía. Durante una temporada que estuve ausente me escribías recordándome la necesidad de un reencuentro con Cristo. Reconocía y agradecía tu interés y constancia en explicarme lo que entonces en mí no tenía sentido. Ahora no me doy cuenta si ponía ilusión y esfuerzo por comprenderte, aunque sí sé lo que por aquel entonces me sucedía y que interponía una muralla entre mi manera de pensar y tus convicciones (continuación).

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